lunes, mayo 20

Destilado

Estaba cerca del lago, sentada en una banca, viendo el moho verde y sintiendo el calor intenso de estos días. Me percibí como su calca, como si lo único que necesitaba era reproducirse a sí mismo, una típica necesidad de redundancia donde yo no existía más que en fragmentos.

Al principio detestaba la idea de que fuera poseedor de un Rothko, pero después me fui acostumbrando al paisaje, a la idea de verlo sentado en la sala, frente a aquél cuadro, con las piernas cruzadas y zapatos color miel escuchando y poniendo énfasis en ciertos momentos de nuestra conversación.

A veces tenía ganas de no hablar, entendiendo la ausencia del lenguaje como una forma de resistencia a la domesticación simbólica. Generalmente sucedía lo contrario, mi necesidad de autoafirmarme me llevaba por caminos en los que, según esto, recuperar las huellas de mi familia era importante. Mi abuela, con la que crecí y conviví durante mi infancia. Uniformes, fruta, formas geométricas irregulares. México de mis amores, siempre dando el giro semicopernicano. 

Formaba parte de una organización, aunque no precisamente gubernamental, tal vez por eso decidí quedarme un tiempo a su lado. Entonces, por un instante, surgía un acontecimiento microscópico y la hegemonía de lo que yo había estado afirmando y fortaleciendo estaba en entredicho.

Dentro del proceso de creación de ciudades, la máquina de guerra comercial estaba colapsándose. Descubrí que lo mejor era mantener la calma y continuar armando puertos de terrenos caprichosos. Pese al olvido, como largos océanos que tardaron en ser descubiertos más de ocho siglos, la pintura se sigue desbordando. Un año. Dos años.